01 octubre 2011

Indúltame por lo que no fui, perdóname por lo que he sido. Sin tu última palabra me mataré a silencios de cordura, hasta que los oídos revienten en una súplica de perdón. Me ahorcaré con una soga de verdades, inhalando el último aliento que no me cedió tu mirada. Me abriré las venas y dejaré que salga hasta la última gota de odio hacia mí mismo, derramándose por una bañera llena de errores aún calientes. No me despediré de ti, ni de mí.

13 septiembre 2011


    Las emociones perdidas siempre vuelven a nuestra mente como las más intensas.
    Se van dejando socabones en las tiernas almas, que tratan en vano de desecharlas como otro cualquiera de los miles de recuerdos desaparecidos por el desagüe del olvido. Esperando el sosiego, nos cargamos con un nuevo cúmulo de sentimientos que calmen nuestro insaciable afán por sentir más y más fuerte; para terminar desbordados por tantas alegrías y tantas desgracias, mil risas y mil llantos, la abrumante melancolía por lo que un día tuvimos y el irresistible anhelo de lo que nunca hemos poseído.
    No es fácil saber qué me atormenta tras estos años en el mundo; después de esta vida, rápida e intensa como una carrera, como el sexo a escondidas, como el último trago de una copa de alcohol, dentro de este cuerpo que cada día me cuesta más reconocer como mío. Todo lo que digo parecen tópicos, pero ya no queda nada original que decir. Intenté sorprender con mis palabras a cada mujer que tuve, para encontrarme en su mirada la rutina del vivir entre promesas falsas, adornadas una y otra vez con lazos usados. Traté de inventar una personalidad nueva y diferente, pero terminé siendo uno más entre miles de millones.
    Tan solo uno más. Un día fue muy fácil creer que mi vida sería mía. Elegir la camisa con la que saldría esa noche y la música que sonaría en la radio del coche me hacía sentir indestructible, atemporal; yo siempre sería yo mientras cantara Freddie Mercury y el acelerador rugiera bajo mi pie derecho. Las noches nunca acabarían, las chicas no dejarían de sonreírme, el depósito de mi coche estaría lleno de gasolina por muchos kilómetros que recorriera. Pero Freddie Mercury murió, las chicas dejaron de devolverme la mirada, y acabé harto de pagar gasolina sin más kilómetros que los que llevan del trabajo a mi casa.

    Es tan absurdo creer que tu vida está organizada, que tienes las cosas claras y que nada podría tirarlo todo abajo.
    Vivir se trata de construir un refugio para que una tormenta lo derribe una y otra vez. Vivir es volver a recoger las piezas para empezar de nuevo y formar una guarida aún más consistente que la anterior, una que ninguna fuerza pueda destruir; donde proteger las  machacadas piezas de lo que llamamos "Yo". Pero llega el día en que no es una tormenta, sino un huracán lo que se aproxima, tan impresionante que de nada serviría esconderte; así que sales a recibirlo con tus pedazos en las manos, y te dejas arrastrar. Adiós refugio, adiós pedazos; se acabó todo.
    Horas, días, semanas más tarde despiertas. Vapuleado, herido, zarandeado. Golpeado por las propias paredes de tu guarida, acuchillado con lo que una vez fueron las cáscaras de tu corazón, endurecidas como rocas. Te levantas y te sacudes toda la mierda de encima; aquello que considerabas tu propio ser, cae al suelo. Ahora eres ligero, ahora nada te sobra ni te falta. Ahora eres tú.
Las horas me cortan la vida en pedazos; trozos endurecidos de la mierda que he sido. Llevo fuego en una mano y hielo en la otra, ¿qué importa cuando todo quema? Miénteme y dime qué coño hago aquí, porque no se me ocurre nada. Ayer me inventé un "yo mismo" que parecía feliz, aunque no estoy seguro; mañana creeré haber muerto en un nicho que huele a tabaco y vacío. Quizá sea verdad, pero vuelve para recordármelo; tengo mala memoria.

16 abril 2011

María A. Murillo

Los prejuicios lingüísticos. Defensa de la individualidad
Jesús Tusón Valls
Octaedro. Barcelona, 2010
125 páginas. 9,80  euros

ENSAYO.  Mal de llengües es la edición original de la obra Los prejuicios lingüísticos, disponible también en lengua gallega (Mal de linguas). En esta ocasión ha sido traducida al castellano por el propio autor, para incitarnos a reflexionar sobre la convivencia lingüística. Jesús Tusón, Catedrático de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, defensor de la diversidad lingüística y enemigo del monolingüismo militante; nos presenta en esta obra una crítica sobre los prejuicios que rodean a las lenguas. Haciendo uso de su irónico humor, el lingüista nos guía en un paseo para contemplar las monomanías que han afectado a tantos hablantes, cegados por diferentes razones ante la belleza de la diversidad; personas que observan con recelo la riqueza lingüística, la pluralidad de la que podríamos disfrutar.

   Por el camino encontramos una especie de comparación entre los prejuicios que aquejan a las lenguas y los que nos han afectado a nosotros mismos durante toda nuestra historia; resultantes del miedo a la incertidumbre, de la desconfianza hacia lo diferente. Estos temores son los que han llevado a tantos hablantes a enarbolar su lengua materna como si de una bandera se tratase, alabando acérrimamente su superioridad sobre las demás, enumerando sus magníficas cualidades y razonando el por qué de su preeminencia. Dicha conducta se ve plasmada en una especie de "colonialismo lingüístico", con el afán de salvar de la barbarie o civilizar a los hablantes de lenguas minoritarias; imponiéndoles una de las lenguas predominantes. El hombre, en su imperiosa necesidad de dominar, requiere también el sacrificio de las lenguas débiles en favor del Estado, con la consecuente desaparición de la individualidad. La visión negativa de la multiplicidad lingüística evoca al relato bíblico de la Torre de Babel, cuando Dios castigó a la humanidad confundiendo su lengua -entonces única-, de modo que no pudieran entenderse entre ellos.

   Tusón reivindica el aprecio por las variadas formas de habla, el "reino libre de las diferencias", sin distinguir a las personas por la forma en que estas utilizan el lenguaje -siempre dentro de la corrección, claro-, en un mundo donde prevalece lo mayoritario, lo comercial; considerando como lengua únicamente a aquella que posee muchos hablantes, una escritura, una literatura y una codificación determinadas. Se considera lengua, entonces, "la que es oficial en un estado"; quedando los dialectos relegados, como si de un estorbo se tratase. Para el autor, los prejuicios lingüísticos son una "desviación de la racionalidad, que, casi siempre, toma la forma de un juicio de valor o bien sobre una lengua (...) o bien sobre los hablantes de una lengua". Juan Carlos Moreno Cabrera y Tusón llegan a conclusiones similares sobre los prejuicios lingüísticos, agrupándose estos en diferentes clases: prejuicios sobre la comparación entre las lenguas antiguas -especialmente el latín- y las actuales, prejuicios procedentes del nivel de dificultad y el aprendizaje de una lengua (el chino es muy difícil de aprender), prejuicios sobre la aspereza o suavidad de la misma (el alemán es fuerte, el francés suave), prejuicios derivados del número de hablantes, prejuicios sobre la cultura que rodea a esa lengua, prejuicios provenientes de la riqueza -o pobreza- léxica y su capacidad para expresar diferentes ideas (el navajo no sirve para hablar sobre energía nuclear), incluso prejuicios originados por la literatura con la que cuenta cada lengua.

   Los prejuicios lingüísticos es una voz clamando tolerancia e igualdad, empujándonos a derribar fronteras que la desconfianza a lo desconocido levantó entre las personas; separadas tan solo por barreras meramente geográficas, no por los obstáculos que insistimos en poner entre nosotros.

04 abril 2011

   Por la mañana se levantó sin nada que decir. Desayunó en silencio, su gato no maulló pidiéndole comida. Tras calzarse los zapatos, bajó a la calle en ascensor; ningún comentario sobre el tiempo. Fue caminando hasta el trabajo, los taxistas no pudieron hablarle sobre el partido del día anterior, ni si quiera sobre la crisis.

   Ya en la oficina, tan solo escuchaba el sonido de su índice sobre el teclado, que pulsaba una y otra vez la barra espaciadora; pues las letras ya no existían para él. Al final de la jornada, imprimió su taco de hojas en blanco y se fue.

   Nadie se despidió del hombre que vivía como si aún no hubiera muerto.

17 marzo 2011

   Mañana de trenes, rostros y lluvia.

   Cogí un periódico del asiento de al lado, y la muerte ocupó su lugar. Pasé algunas páginas, y los rostros del tren se tornaron agonizantes, mudos gritos de angustia silenciados por el traqueteo de las vías. Cuantas más páginas leía, peores las escenas representadas en los asientos contiguos.

   Un grupo  se agolpaba asustado contra las puertas, temerosos de un peligro invisible que amenazaba con pegarse a su piel. Otros tantos miraban hacia el suelo con cuencas vacías, apuntando a la nada con sus rifles. Mientras, una mujer moría desangrada, aferrándose su último suspiro a la barra metálica; fría como el cuchillo empleado.

   Cuando ésta me miró, cerré el periódico de golpe. Su rostro volvía a ser el de la misma joven, su pecho intacto, su expresión aburrida. Pero a través del cristal, llovía sangre.

14 marzo 2011

  Trato de escribir sobre ella, pero se me escapa; era como imaginada por un sueño. Su foto, en alguna parte, me hizo buscarla de nuevo, para encontrarla en un piso de alquiler. Me escondí horas tras su puerta, hasta que me vio como si fuera casualidad. Tan pequeña y bonita como la recordaba. Su sonrisa se alegró de verme; me recibió saltando para que yo la cogiera al vuelo, leve como un pajarito.

  Hablamos horas en un sofá: ella me narraba su nueva vida con palabras que había inventado, yo me sentía abrumado por su perfección, así que solo asentía. Como hacía siempre. No sé qué echó de menos de mí, si es que lo hizo, pues solo conocía mis sonidos de asentimiento, mis frases preparadas, mi risa tensa. Pero seguía a mi lado, tan cerca en el sofá, sus piernas cruzadas, sus manos moviéndose, sus labios formando palabras que no me pertenecían.

  Otra gente pasaba por el salón, compañeros de piso que habían compartido su aire, su tiempo, que tenían en ellos más de su esencia de la que yo nunca hubiera soportado. Se hizo tarde cuando nos encontramos de pie, cayendo irremediablemente hacia el adiós del borde de la puerta. Se acercó más para abrazarme, yo abrí los brazos a su suave pijama, que a medias ocultaba el cuerpo de mujer pájaro, a punto de volar. Tierno calor en un abrazo que me pidió que me quedara esa noche. Un beso en la mejilla que me susurró no me dejes de nuevo. Sus dedos rozando mi espalda, diciéndome que me querían allí.

  No hubo sonidos de asentimiento, frases preparadas ni risa tensa; me despedí en silencio una vez más.

23 febrero 2011

Y ni siquiera se han preguntado sus nombres.

  Para Eduardo, cada noche comienza con la visión de la misma espalda sin un rostro aún asignado, las mismas curvas desconocidas que se escapan al contacto de sus manos; para hacerle despertar en un suspiro de angustia, sustituido al segundo siguiente por la resignación que le trae la consciencia de un nuevo día.

  Se despierta siempre  a la misma hora; la justa para desayunar con calma, vestirse y leer el periódico del día anterior mientras va al trabajo en metro. Apenas nada cambia de lunes a viernes, quizá alguna sonrisa de más con la chica de la cafetería, una nueva tarea que cumplir, algún plato nuevo en el menú del mediodía; pero todo conserva su aire de monotonía hasta que comienza a oscurecer.

  Ansía este momento, cuando se llena de paseos nerviosos la habitación; un sudor frío le empapa manos y  frente mientras espera que llegue el sueño, para reencontrarse con Ella, por lo que sus ojos empiezan a perderse en el blanco del techo. Apaga la luz, procura acompasar su respiración ya tumbado sobre la cama; en estos años ha aprendido a caer rápidamente en las manos de Morfeo. Confía en que una noche pueda llegar a tocar la silueta que le atormenta desde años atrás.

  Cuando abre los ojos, sin abrirlos, allí está Ella, tumbada a su lado; de tal forma que solo puede ver su espalda desnuda, la piel tersa, pálida y con un único lunar en el hombro izquierdo, los omóplatos marcados en su yaciente postura. Sus costillas se hinchan casi imperceptiblemente por la respiración tranquila del sueño, su espesa melena se esparce por los cojines sobre los que reposa su cabeza y parte del torso; unos cojines que nunca ha visto, como el resto de la habitación en penumbra.

  Eduardo continúa allí sentado, tanto tiempo que se le antoja como una noche real; sin valor para moverse de la cama o tocarla, ni siquiera para decir una palabra. Pero las horas oníricas pasan lentamente; Ella nunca se mueve, y la visión desde el mismo ángulo le tortura hasta que toma siempre la misma decisión. Acerca la mano a su brazo, no sabe muy bien si para moverla y ver su cara, o simplemente para despertarla. Lo que si intuye llegado ese momento, es que será él quien abra los ojos; con la luz ya colándose por la persiana y la acostumbrada sensación de vacío, de pérdida por lo que cree tener al alcance de su mano y no consigue agarrar.

  Así que se levanta, desayuna con calma, se viste y lee el periódico del día anterior mientras va al trabajo en metro.

  Durante el breve descanso que se toma a media mañana, baja a comer algo. De nuevo la sonrisa de la chica de la cafetería. Esta vez está solo, ninguno de sus colegas le han acompañado. Ella sigue mirándole con sus ojos grandes y redondos, del mismo color cremoso que su pelo, sujeto en una coleta. Cremoso como el capuchino que él le pide. Se rozan sus manos cuando le devuelve el cambio, y la muda petición de su mirada le golpea. Él sin pensarlo, le propone cenar, esa misma noche; invitación al momento aceptada por la generosa sonrisa de la chica.

  Cuando se levanta de la mesa, observando en el plato las migas del cruasán y las últimas gotas de café, sigue preguntándose a sí mismo de dónde puede haber surgido aquel impulso, tan espontáneo que nunca antes se le había pasado por la cabeza. No le desagrada aquella  joven, bastante guapa; sin embargo nunca habían intercambiado más palabras de las necesarias dentro de la cafetería.

  Siente remordimientos al pensar que no es ésta la chica con quien debería pasar su tiempo, no es con quien quiere gastar la noche en que debería estar en su cuarto, esperándola a Ella. Le inquieta la idea de su llegada, convencido de que podría ocurrir en cualquier momento; por ejemplo, hoy.

  De camino a casa, se aprecia la incertidumbre en la mueca que su cara adopta conforme pasan los minutos. Se ducha nada más llegar, revolviéndose el pelo como solía hacer cuando era más joven; incluso se pasa unos minutos delante del armario, dudando qué ropa escoger. Se siente incómodo, oxidado, angustiado cuando piensa en los dos últimos años; acosado por una imagen que le obsesiona hasta tal punto, que ha descuidado todas sus relaciones personales. Cae en la cuenta de que desde la primera vez que tuvo el sueño, no ha estado con ninguna mujer. Apenas con sus amigos, con su familia solo por compromiso. Al principio le notaban lejano, después, completamente absorto cada vez que intentaban hablar con él. Finalmente llegó el distanciamiento, y si a Eduardo no le importó, tampoco a los demás.

   Ya vestido, espera sentado en la cama, preguntándose qué puede tener en común con la chica de la cafetería, de qué temas pueden hablar, a dónde llevarla a cenar. Seguidamente se arrepiente por haberla invitado, y vuelta a empezar. Cuando está a punto de desvestirse y meterse en la cama, suena la alarma del móvil. Son las siete, en media hora debe recogerla.

 Al bajar al garaje, sus manos comienzan a sudar, lo cual se acentúa cuando tiene el volante entre sus manos. Llega unos minutos antes de lo acordado; le sorprende que ella ya se encuentre allí, sentada en un banco leyendo, bastante concentrada. Eduardo sale del coche tras aparcarlo de mala manera, y se acerca a la chica, quien finge no percatarse de su presencia hasta que él se encuentra a su lado. Levanta la vista, cierra el libro rápidamente y lo guarda en el bolso, obsequiándole con su tan conocida sonrisa.

  Ella propone pasear un rato, él acepta, en parte por no contradecirla, y porque secretamente se alegra de volver a caminar por un parque a su libre albedrío; casi contento en ese momento por haber escapado de su rutina. Conversan tranquilamente sobre el trabajo, sobre la ciudad después, intercalándose largos silencios que no se vuelven incómodos. Cuando empieza a anochecer, ella comenta riendo que su estómago ha comenzado a rugir; así que Eduardo le propone ir a un italiano, mas ella prefiere un restaurante japonés que ya conoce.

  La noche discurre suave, agradable, en una charla fluida pero pausada que a él le hace sentir bien. Echa un vistazo a su reloj, son las once. La hora a la que siempre se acuesta para reencontrarse con Ella, la auténtica, la de su sueño. Se remueve en su silla, de pronto incómodo.

-¿Va todo bien?- Le pregunta la chica, enarcando una ceja.

-Sí, claro, es que se está haciendo tarde y...

-¿Tarde? Solo son las once... además es viernes y mañana no hay que trabajar, hombre.- Le interrumpe ella, divertida.

-Bueno, supongo que puedo quedarme un rato más.- Acepta él, para no parecer descortés. Pero quiere irse, y la joven lo nota en seguida. Le pide dulcemente que la lleve de vuelta  a casa. El viaje en coche termina en un absoluto silencio, perturbado por el tamborileo impaciente de sus dedos en el volante.

-Un último favor...- Casi suplica con la mirada baja.-¿Me acompañarías hasta el portal? Aquí las farolas llevan unos días sin encenderse, y la calle está muy oscura.

-Pues... claro, vamos. - Acepta serio, casi a regañadientes. Sus ganas de marcharse le apremian cada vez más, Ella podría estar justo ahora esperándole, y él sigue perdiendo el tiempo. Se baja del coche tras la joven, y la sigue hasta el portón de un edificio bastante viejo, pero bonito.

-Bueno, aquí es. Muchas gracias, eh... Vaya, ¿lo puedes creer? Aún no nos hemos dicho nuestros nombres. -Se sorprende la chica.

-No puede ser, ni se me había pasado por la cabeza. Me llamo...

  En ese instante enmudece ante la mirada de ella, que en la oscuridad de esa calle  a duras penas iluminada, se ha aproximado hasta él; casi rozándole pero sin llegar a hacerlo. Por primera vez en toda la noche la siente cerca, tan cerca que se le antoja irremediablemente lejos. Todas sus ansias por marcharse de allí se apaciguan por un instante, la oscuridad de la noche ya no le oprime, sino que le incita a continuar en ese portal. "Qué demonios" se dice " si no ha venido en dos años, no tendría por qué pasar hoy."

  Se besan. Segundos, minutos, quién sabe si horas que finalmente les llevan a la cama de la chica; buscándose en la penumbra de la habitación para despojarse mutuamente de la sensación de distancia que les había invadido.

  En algún momento ella se duerme. Eduardo se incorpora y la observa, tumbada a su lado; de tal forma que solo puede ver su espalda desnuda, la piel tersa, pálida y con un único lunar en el hombro izquierdo, los omóplatos marcados en su yaciente postura. Sus costillas se hinchan casi imperceptiblemente por la respiración tranquila del sueño, su espesa melena se esparce por los cojines sobre los que reposa su cabeza y parte del torso; unos cojines que nunca ha visto, como el resto de la habitación en penumbra.

  Todos sus músculos se contraen. Vuelve a tomar la decisión de siempre, la que sabe que le hará despertar y volver a su rutina. Aproxima la mano a su brazo, y se estremece cuando consigue tocar su piel. Aún durmiendo, la joven se gira sobre sí misma, de modo que Eduardo puede verle el rostro. Relajado, feliz. Real.



10 febrero 2011

Última carta (parte I)

 Hoy, que estamos ya tan lejos y seguramente no volvamos a vernos; hoy, que se terminó el pensar que nos echamos de menos aprovecho esta primera y última carta para disculparme.


  Son muchas las cosas que me quedaron por decir aquellos días que pasé contigo.  Tu mirada, tan limpia siempre, me hacía callar cada vez que quería hablar contigo; desde que te conozco, nunca  he visto ojos más inocentes. Me sentía como a punto de contar a una niña pequeña que los Reyes Magos no existen. Así que seguía callando, te sonreía y tú sonreías; hasta que al llegar la noche no aguantaba más -eso me parecía entonces-, me enfadaba contigo, aun más conmigo mismo, y me iba a la cama sin dirigirte la palabra. Estoy seguro de que hasta hoy no has podido entenderlo. Sin embargo, me seguías cuando creías que ya estaba dormido, te sentabas en la cama junto a mí y ahí te quedabas, mirándome.  Quién sabe qué pasaba por tu cabeza entonces. El insoportable de tu novio, el cabrón de Diego ahí tirado en la cama, mientras tú alisabas los pliegues de las sábanas o abrazabas una almohada.


 Recuerdo un sábado que discutimos al ir al cine. Te pedí que eligieras una película, tú respondiste que te daba igual, que viéramos la que yo quisiera. Joder, solo era una película. Pero siempre eras tan suave conmigo, tan buena, que casi rozabas la sumisión. Por algún motivo que aun no conozco, me adorabas. Y eso me jodía, porque yo no hice nada para merecerlo. Me querías porque sí, nunca pedías nada a cambio, todo lo que tenías me lo dabas. Como la elección de la puta película. Por eso me enfadé ese día, y te dejé ahí, mirando la cartelera,  tu bonita cara de actriz de cine clásico congelada en un mohín de tristeza e incomprensión. Esa noche volviste sola a casa, y no te metiste en la cama conmigo. Sacaste uno de los lienzos que guardabas, de cuando ibas a clases de pintura, y te pasaste la noche aplicando una y otra capa de pigmento sobre él. A la mañana siguiente te encontré dormida en el sofá, junto a ese cuadro todo pegoteado de  negro, ni un solo color más. 


 Muchas veces te pedí años atrás que me dibujaras, pero no podrías haberlo hecho mejor. Tan impenetrable, tan oscuro fui contigo como ese lienzo aun húmedo.

09 febrero 2011

Sueño II

  Ana pasea sola bajo la lluvia, si va hacia algún lugar no lo sabe bien; tan solo camina por la senda que la rutina le ha impuesto, un anodino trecho entre carreteras, un parque con bancos y unos cuantos pinos que recorre una y otra vez, sin pararse a mirar más que sus propias pisadas.

 En ese día tan gris le llama la atención una figura que, como ella, no lleva paragüas. Inmóvil, a unos cuantos pasos, la observa. Se conocen, mas apenas han hablado antes. Ella intenta sonreír tímidamente, pero solo consigue una extraña mueca; él se aproxima, se dan dos besos apresurados, tratando de tocarse lo menos posible. Ana piensa que a él no le agrada demasiado, así que tras los "qué tal" y los "no sabía que venías por aquí", se prepara para despedirse. Sin embargo, él se ofrece para acompañarla. A dónde vas, le pregunta, y ella se inventa una respuesta.

 Bajo la lluvia se deslizan las palabras, limpias, blancas; que van tomando un sentido que nada antes en la vida de Ana tuvo, adoptando la forma de una ilusión irracional alimentada por un desconocido, que ya no lo parece tanto. Pasan minutos, horas, días, hasta que ella decide haber llegado a su fingido destino. Así se lo hace saber a su acompañante; se paran, se miran a los ojos. Las gotas de agua no han empapado sus ropas ni su pelo. En un instante ella se aferra a su espalda, él la abraza por los hombros, las mejillas se rozan, los alientos acaban por encontrarse.

 Toda una vida que en un instante parece remodelarse por completo, como un montón de arcilla en unas nuevas manos; solo la piel de su espalda parece real en ese único abrazo de despedida, y deja de serlo en el momento en el que él susurra un adiós.

 Ana despierta. No recuerda nada, pero se remueve en la cama con una molesta sensación de vacío... como quien ha perdido algo.

08 febrero 2011

Sueño

 Fiebre en una noche de oscuros sueños.

 Turbias miradas entre sábanas ya empapadas por el sudor de un cuerpo cansado de dar vueltas en busca de la postura correcta, por el sudor de una mente fatigada al no encontrar el pensamiento exacto.

 Utópicas promesas se desprenden de unos labios que la irrealidad insinúa, labios imaginados por un mundo de deseos muertos, labios anhelados en un eterno silencio. Mudas palabras que al despertar dejan de tener el significado que la noche les dio, dejando el vacío de un sentimiento arrancado antes de poder cubrir las llagas del tiempo.

 Un paseo que no lleva a otro lugar más que al inevitable despertar; ambas manos se aferran a una espalda que todo lo encarna, y se encuentran al fin apretando una vieja almohada.

30 enero 2011

La Voz (corregido)

¿Te acuerdas de esos días blancos y amarillos, cuando nada asfixiaba nuestra conciencia? La luz nos despertaba cada mañana, las canciones nos hacían reír y los finales de las películas llorar. Entonces el tiempo se estiraba como nuestros chicles de colores, siempre era el momento adecuado, dejábamos el después para después. Los temores se aplacaban con unas pocas palabras y jugábamos a ser dueños de nuestro destino. Creo que entonces era feliz. Digo creo, porque no consigo recordarlo bien; han pasado tantos años, que esas sensaciones se han difuminado, hasta un punto en que no puedo estar seguro de si fueron reales, o algo que sentí al ver una película.


 Esta mañana me he levantado temprano para desayunar en el bar de siempre. Mas yo no soy el mismo, algo ha cambiado. En la mesa del fondo me espera un viejo conocido, y al momento me alegro de poder hablar con alguien.


-Cuánto tiempo, ¿cómo te va?


-Como siempre, ¿y a ti?- Responde, encogiéndose de hombros.


-Poca cosa...Ya sabes.- Nos quedamos en silencio unos minutos, en los que se acerca Sonia, la camarera, para traernos lo de siempre: un café con tostadas para mí, con churros para él. Se va, y nos deja de nuevo solos.


 -Oye, ¿puedo preguntarte algo?. Te va a parecer raro.- Le digo.


-Adelante.


-¿Cuál era tu ilusión?, ¿aún la conservas?


-¿Perdón?- Levanta las cejas. como si no me hubiera oído bien.


-Verás... yo quería hacer algo grande. Algo por lo que me apuntaran dedos cargados de admiración y ojos llenos de asombro; que me permitiera caminar con el pecho hinchado de orgullo. Pero se me olvidó qué era.


-Vaya. Lo siento.


-No pasa nada. Algunos días, cuando sale el sol y todo parece más tranquilo, consigo hacer callar la Voz, ¿sabes a lo que me refiero?. Esa que hace bajar la mirada ante los demás, incluso ante el espejo; la misma que hace enmudecer cuando quieres hablar, que no deja de repetir la misma palabra: no, no, no, no. ¿No te pasa lo mismo?


-Mmm...creo que no.


-Bueno, pues en el momento en que calla, parece que estoy a punto de recordar; pero no vuelve. Ella, mi ilusión; dice que ya es tarde para mí, que no fui valiente y se me pasó el turno, así como las ganas. Quizá tiene razón.


- Ya.


- No se cuándo ocurrió, cuándo dejé de ser dueño de mi cuerpo, de mi mente, de mi vida. A menudo me siento como la carrocería de un coche; imagínatela, la de un vehículo cualquiera. ¿La ves?. Pues esa estructura de metal solo se puede mover si dentro hay un motor y debajo unas ruedas. Pero estas piezas son ajenas a ella, nunca la dejan decidir hacia dónde moverse.¿Acaso les importa? ¡No!. Si no me sigues, lo que quiero decir es que me he convertido en una simple cáscara arrastrada por todo lo que la rodea. Sí, soy bien consciente de ello, pero, ¿qué quieres que haga? ¿Acaso tú haces lo que un día deseaste? ¿No sientes vacío ese hueco que anhelábamos llenar? El mío parece incluso haberse agrandado…


-Vaya.- Veo en su cara la preocupación, cuando yo esperaba algo de condescendencia por su parte.


-Entiendo que te extrañes por lo que te digo. A mí también me pasaría. Mira, te voy a contar algo que me pasó ayer:


 « Iba andando por la calle, dando un paseo; ya sabes que se piensa mejor mientras caminas. Pues en ese momento me acordé de aquella frase que el profesor de filosofía citó hace tantos años: "la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo ".  Fíjate qué casualidad, había llegado hasta la casa en la que me crié: un pequeño piso interior, perdido en el laberinto de Madrid. Pues allí estaba, sin saber muy bien cómo había llegado. Fue muy extraño… hacía años que no pasaba por ese lugar; desde que mis padres murieron. Ojalá pudiera hablar con ellos, preguntarles todo lo que me gustaría saber. A los hijos nos gusta pensar que nuestros padres tienen todas las respuestas, ¿verdad?. Bueno, a lo que iba; cuando estaba a punto de darme la vuelta e irme, me fijé en un hombre que estaba sentado en el portal del edificio.


 Él me miró también. Era un indigente de ojos azules, la ropa gastada, sucia y oscura, el pelo rizado y negro, barba de varios días. Un violín descansaba en el suelo, a su lado. En la funda había unas pocas monedas, ninguna pasaba los veinte céntimos. Me acerqué y me senté a su lado; ya no tenía prisa.


“¿Le importaría tocar para mí?”  le pregunté.


“Claro que no, no tengo otra cosa que hacer.” dijo mostrando su triste sonrisa de vagabundo. Cogió el instrumento, y fue como ver a otra persona sentada a mi lado. No sé cómo explicarlo; su forma de sostener el violín, los sonidos que le arrancaba al frotar el arco, la expresión de su cara, sus movimientos. Sus ojos estaban ahora brillantes, sin rastro de cansancio. Sin embargo, pasados unos minutos, suspiró y lo dejó de nuevo en el suelo; volviendo a ser el mismo de antes. Sucio, fatigado y triste.


“Gracias.” Le dije. “¿Le importa si le invito a un bocadillo?”


“En absoluto.” Respondió.  “Es más, si pudiera, le invitaría yo a usted. Es la primera persona en mucho tiempo que me pide que toque.” señaló con un movimiento de cabeza las escasas monedas en la funda del violín.


 Recogió sus cosas y entramos en una cafetería cercana. Al pasar, la gente nos miraba con curiosidad, más a él que a mí. Nos sentamos al fondo y conversamos un poco, con lo que llegué a la conclusión de que su manera de hablar y su aspecto no concordaban. Al acabar el bocadillo y apurar la cerveza, miraba pensativo por la ventana; momento que aproveché para observarle detenidamente. En ese instante, volvió la vista hacia mí y me preguntó:


“¿Qué estaba buscando?”


“¿Cómo?”


“Sí, cuando le vi en la calle... ¿Qué es lo que buscaba?”


“Eso mismo me gustaría saber a mí.” Contesté con lo que supuse debía ser una sonrisa irónica.


“No me ha preguntado por qué estoy en la calle.”


“No me pareció oportuno.”


“Vamos, pregúntemelo. Creo que podemos permitirnos ser políticamente incorrectos. Además, me ha invitado a comer; lo único que puedo ofrecerle a cambio son palabras, a parte de mi música.”


“Está bien, entonces. ¿Por qué está en la calle?”


“Por mi ilusión.” Respondió sonriendo. “Ella me llevó hasta aquí.” Hizo una pausa. “Sí, por su expresión parece que sabe de lo que estoy hablando...”


No tan bien como me gustaría, la verdad.” le respondí.


“Entiendo. En fin, yo quería ser músico. Al menos lo pretendía. Cuando era un niño mis padres me pagaban las clases, creían que tener un hijo que supiera tocar el violín sería algo digno de alarde. Pero no consideraron que podría dedicarme a ello, querían hacer de mí un hombre “de provecho”: un abogado, un arquitecto; ya sabes. Pero no, una vez que tu ilusión te atrapa, no la evitas tan fácilmente. Yo mismo pagué mis estudios de música con lo que había ahorrado durante esos años. Pero pronto me quedé sin dinero y sin unos padres a los que acudir. Sí; no se tomaron demasiado bien que no siguiera sus recomendaciones. Después no tuve demasiada suerte, ni en la música ni en el resto de las cosas que hice. Desde entonces ha pasado mucho tiempo, pero ahí es donde comenzó todo.”


 Asentí, sin saber muy bien qué decir.


Gracias por la comida.” dijo levantándose. “Sólo una cosa más: no me arrepiento de haberlo intentado, aunque fracasara. Siga buscando.”  Y se fue.»


  He terminado mi relato. Durante un momento contemplo mi taza de café, la silla en frente de mí; ambas vacías.


-Lo has vuelto a hacer mal.- Dice la Voz. Pero esta vez no le haré caso, porque hoy he empezado a escucharme a mí mismo.


 Me levanto, dejando un billete sobre la mesa y dispuesto a salir del bar de siempre, para no volver más.







27 enero 2011

 Siluetas se dibujan en las paredes de nuestra vida, dejándonos ver lo que nos permiten ver, haciéndonos creer que en ella solo existen esos desdibujados contornos, oscuras figuras que, como en la Caverna de Platón, creemos reales, sin plantearnos si quiera mirar a nuestras espaldas. Hay más, mucho más de lo que estamos acostumbrados a percibir; en los detalles, pinceladas y colores de una pintura, en lo que muestra y oculta un texto, en las grietas de un antiguo monumento, en la cadencia de la canción que hemos escuchado cientos de veces, en el tono de una voz que nos acompaña día tras día, en los rasgos de un desconocido del metro.

 Sin embargo, ciegos, sordos y mudos permanecemos; sin apartar la mirada de anodinas sombras, soñando lo que la vida podría ser, y ya es.

 El momento que más disfruta Laura no es cuando lee un libro en su sillón favorito, y la luz se cuela por la ventana haciendo franjas amarillas sobre las páginas. Ni cuando uno de sus dos gatos se frota por sus tobillos para después posarse sobre sus rodillas, con ojos suplicantes, pidiendo más y más caricias. Ni cuando compra el pan recién horneado, le quita el pico, aún caliente y lo mastica con los ojos cerrados. Ni si quiera cuando siente un escalofrío al meterse por la noche en la ducha, después de un largo día, y se deshace de cualquier pensamiento durante unos minutos.

 El momento que más disfruta Laura es cuando al llegar a casa, después de comer, se acurruca en la cama, envuelta en una manta. Da una vuelta o dos sobre sí misma, deja que el sol de mediodía le caliente los dedos de las manos, observa la habitación a través de su despeinado flequillo, y se estira. Alarga los brazos primero, arquea la espalda y finalmente retuerce los pies, con la fugaz sensación de que en ese instante, todo parece ser como debería ser.




26 enero 2011

                                                             

 Lluvia y mujeres que han muerto. En este caso, no una muerte física, sino la desaparición de objetivos, de rumbo, de la misma vida, reflejada en este libro, "Arlington Park". El título viene dado por el nombre de un barrio residencial de tinte burgués donde se cruzan un grupo de mujeres de mediana edad, casadas y con niños; que se paran en un extraño y lluvioso día para observarse a sí mismas y a su entorno, contemplando impasibles su propia infelicidad, su impotencia, su apatía. Tan grises como el día en que se desarrolla la narración, solo se sienten seguras bajo el yugo de los convencionalismos, tratados aquí de forma muy británica.

 Se presentan distintos casos, pero en todos reside la inconformidad que nace de vivir en Arlington Park, unida a la incapacidad de tomar la decisión de cambiar. Surgen en ellas sentimientos que van desde la repentina violencia a la total pasividad, provocados por sus maridos, o sus hijos, o sus vecinos... finalmente por sí mismas y su miedo a los cambios, a lo diferente, a lo real. 

 Destacables son las minuciosas y subjetivas descripciones que realiza Rachel Cusk en cada capítulo, capaces de recrear la opresión y pesadez que se respira en esta ciudad ficticia. Posiblemente no muy lejana a otras tantas ciudades e historias reales.

 "Bajo la lluvia, aquellas calles destilaban el ambiente inamovible de los lugares muy antiguos. las grandes casas se alzaban impasibles en la oscuridad, semiocultas en medio de los árboles chorreantes. Entre ellas se dislumbraba una última panorámica de la ciudad, de sus eternas luces rojas y amarillas, sus engranajes pulsátiles, sus calles siempre abarrotadas de vida indiscriminada. Era una vista impresionante, pero nada tranquilizadora, porque resultaba demasiado implacable. La actividad incesante excluía toda sensación de calma, de interrupción, de pausa. La historia de la vida requería sus interrupciones y sus pausas, sus días y sus noches, porque de otro modo carecía de sentido. Pero al contemplar aquella vista, se tenía la sensación de que la vida carecía de significado, de que los días carecían de significado."   

23 enero 2011

Silvia

 Dicen que el amor mueve el mundo. En mi caso, siempre me han movido unos labios insinuantes, una mirada intensa, unas manos delicadas, las sugerentes curvas femeninas  -y sólo después- el amor. Son muchas las historias que podría contar, las mujeres de las que podría hablar. Recuerdo las que me rechazaron por mi descaro, y las que cayeron en mis brazos por la misma razón; las que engatusé con mis maneras de conquistador, mis calculadas palabras y encantadores modales. También las que me calaron al momento, y me despacharon con una sonrisa de desdén. Todas ellas formaron parte de mi vida, y aún lo siguen haciendo.


 Conservo muchos detalles; no tantos nombres, pues el paso del tiempo no perdona. La suavidad de la piel de Lucía cuando acaricié su mejilla, un atardecer en verano, el sonido del mar al fondo. El olor dulce del pelo de Susana, cierta noche, al acompañarla hasta su casa. La tersura de los muslos de Isabel, cuando tiraba coquetamente de mi chaqueta hacia sí. Las uñas de Carmen al clavarse en mí, alguna que otra tarde de invierno. Las curvas de la espalda de Laura al ponerse la camiseta. Los verdes ojos de Silvia.


  Los verdes ojos de Silvia. Aún siguen atormentándome, después de haber perdido la cuenta de los días sin verla. Ella fue de las pocas mujeres que me conocieron realmente, y supongo que por ello me rechazó. Ella es la única a la que, todavía hoy, en la soledad de mis últimos días, echo de menos.

19 enero 2011

   "Qué rápido se va el amor, qué veloz pasa la vida, qué breves los buenos momentos"  escribe Alba con el dedo en el sofá. Es una costumbre que tiene desde hace mucho tiempo, pero ahora hacerlo solo le produce una sensación de vacío. Meses atrás su hoja en blanco era la piel de Diego, donde escribía cada día un nuevo mensaje, siempre diferente. Mensajes de amor, de eternidad, de felicidad; que ahora se han trocado en invisible melancolía, plasmada por escrito en cada uno de los muebles, paredes y puertas de la casa en la que vivían juntos.

   "La primera vez que te vi" escribió una vez en su brazo izquierdo, "supe que siempre serías mío" continúa en el derecho, "como yo sería tuya." concluye en su pecho.

    Escritas con tinta, grabadas a fuego, o trazadas con un dedo, hay palabras que acaban desvaneciéndose...

16 enero 2011

-¿Qué es eso?, ¿qué suena?

-No es nada, el vecino. Estas paredes, que parecen de papel...

 Todos los días se puede oír cómo tararea el vecino del B; un hombre de unos treinta años, no muy alto, con la cabeza afeitada, y ojos marrón anaranjado. No conozco su nombre, todo lo que sé sobre él es que se va a las ocho en punto a trabajar, pero no siempre vuelve a la misma hora; a veces viene a comer, otras no. Cuando se mudó aquí, lo hizo junto a una chica. No recuerdo mucho sobre ella... también de pequeña estatura, pelo castaño. Los primeros días de aquel verano los pasaron en la terraza, observando las vistas de la montaña de las que entonces disfrutábamos. Comían en la terraza, hablaban en la terraza, se quedaban en silencio en la terraza.

  Meses después ella se fue. Desapareció el día que comenzaron los tarareos, colándose a través de la pared de mi salón. Una especie de cántico monótono, no realmente una canción; simplemente ruido que llena su -ahora silenciosa- casa. He visto otras chicas venir con él, pero siempre se van al acabar el fin de semana. A ellas no les enseña la terraza; ya ni siquiera se ve la montaña desde que empezaron las obras. Y en cuanto se van, sigue tarareando.

  Para tapar el silencio. Para llenar su vacío.
¿Por qué...?

¿Por qué sientes miedo sin oscuridad?
¿Por qué anhelas lo que un día te sobraba?
¿Por qué deseas aquello que no deberías?
¿Por qué sueñas con lo impensable?
¿Por qué nunca te basta con lo que posees?
¿Por qué no eres feliz?

Porque eres humano.

12 enero 2011

Ceguera

  La frescura en una mañana de enero, unos incipientes rayos de sol le calientan levemente la espalda mientras camina de camino a la estación. Observa con semblante serio el infinito -y en ese momento, despejado- azul que se extiende sobre su cabeza, sobre las cabezas de los demás, sobre todas las cabezas del mundo; y cree encontrar una respuesta. Pero, ¿cuál era la pregunta?. Siempre tiene cientos de ellas en mente, y la mayoría no obtienen contestación alguna.

  Se cruza con un conocido, bastante desconocido ya. "¿Por qué me ha mirado así?, ¿se acordará de mí?." No son éstas el tipo de preguntas que necesita, tan simples que cruzan su mente apenas por unos segundos. No, las preguntas que busca son aquéllas a las que nadie le ha podido contestar. Primero planteadas a  los demás cuando era un niño, más tarde a sí mismo; siempre idéntico resultado: el vacío.

  Cuando vuelve a mirar hacia arriba, la luz le ciega por un momento. Y en esa ceguera está lo que buscaba; encuentra que la forma de responder sus preguntas no es observar lo de fuera, sino mirar hacia dentro.

"¿Qué es felicidad?" Se pregunta. Y por fin sonríe.

  Felicidad en este momento fue caminar en la temprana mañana, tan lleno de dudas, y encontrar lo que necesitaba en sí mismo. Felicidad será, de ahora en adelante, lo que él quiera que sea.
  Una mirada. Dice más de lo que puede callar, aquello que siente la delata. Cuando sufre se marchita en lágrimas; si se cree feliz, la oscuridad más profunda aleja de un pestañeo. Se mantiene sincera aunque las palabras no lo hayan sido; y es que los ojos no saben mentir.

  Sin embargo, los tuyos sí saben cómo camuflarse. Nuestras miradas se enfrentarán, mas siempre saldré perdiendo; tú aprendiste a engañar, yo tan sólo a olvidar mentiras.

11 enero 2011

   Averiguo tu tono de voz cuando me haces preguntas sin respuesta, el brillo de tu mirada cuando me haces reír, la seguridad de tus labios al repetir lo que tantas veces has dicho sin palabras.

   Intuyo la fuerza en tus manos cuando a ti quieres acercarme, para que no me aleje jamás.

   Percibo tus ganas de mirarme, olerme, saborearme hasta estar de mí satisfecho.

   Esto es todo lo que sé sobre ti. Y nada más quiero conocer.

08 enero 2011

Diez años de mirarte sin mirar, de quererte sin deber, de odiarte sin poder.
Diez años de ausencias intercaladas, de reencuentros sin palabras.
Diez años en los que todo ha cambiado.
Tú.
Yo.

   Y sin embargo, si fuiste la razón por la que conocí el verdadero llanto; te consolaré cada vez que tus lágrimas te cieguen. Si por tus palabras llegué a perder el juicio, a ti te devolveré la cordura. Si tu mirada llegó a dejarme sola, tú siempre tendrás compañía. Y no será suficiente para compensar a tus oscuros ojos, todo lo que hasta ahora me han dado.

  Diez años más pueden pasar. Mentiras que olvidar, lágrimas por caer, sensaciones sin conocer...
  
  Pero el nosotros siempre permanecerá.

04 enero 2011

  Vivo como eterna novia de la tristeza, amante de la melancolía, añorando todo lo que tuve y se fue, esperando lo que nunca llegó.  Hundí en mi carne las cuchillas de afiladas lágrimas; marcada mi piel con infinitas heridas que desvelan mi identidad antes de que lo haga yo.

   Mudé el blanco velo de la esperanza, adopté el negro luto del crepúsculo en el que habito; reinando sobre    el trono de huesos de mis súbditos, aquellos que se inclinaron ante mí cediéndome sus efímeros recuerdos, sus quebradas sonrisas y sus vidriosos sentimientos. Yo su señora, yo su diosa, yo su verduga.

   Yo, dueña del tiempo.
Qué difícil parece a veces encontrar una razón.
Una razón para vivir.
Una razón para amar.
Una razón para ser feliz.
Y no te das cuenta de que éstas son en sí las únicas razones necesarias.

03 enero 2011

   Después de hacer la colada, madre e hija siempre repetían el mismo ritual. Llevaban el barreño a la ventana, la colgaban con cuidado: primero las sábanas, las toallas, luego sus prendas, y por último las del padre. En éstas se detenían. Era una extraña escena ver a ambas olfateando la ropa; por alguna razón este perfume les encantaba, les ponía de buen humor, les hacía reír.

  A la mujer le recordaba al campo, a madera, a tierra mojada cuando ha dejado de llover. A la niña simplemente le olía... a padre.

  Pasaron algunos años. El ritual de la colada se había olvidado, simplemente tendían la ropa. Al aspirar, solo se distinguía el olor a detergente y suavizante, mezclado con aroma a vacío, a soledad, a tristeza.

  Cuando la hija volviera a verle, siempre recordaría estos momentos. Pero no conseguiría captar su olor, por muy cerca que estuviese. Había desaparecido, como un campo arrasado, madera quemada, tierra abnegada.

02 enero 2011

   Esta mañana decidí limpiar un poco el trastero, pues llevaba años sin ser abierto. En realidad es solo un armarito encima de mi armario, pero siempre lo hemos llamado así. Claro que está lleno de trastos -quizá sea razón suficiente para recibir este nombre-; desde que llegamos, todo lo que dejábamos de usar, lo que no nos haría ya falta, iba a parar ahí. Al trastero.

  En él encontré un pequeño baúl con la ropa de mi madre: al fondo los vestidos que usaba cuando tenía mi edad, encima  los tacones que llevó a su boda, y por último un peto vaquero que solía llevar durante el embarazo. Un álbum con fotos en blanco y negro, que sin embargo reflejan todo el color de años pasados. Una caja con mis juguetes, esos con los que un día olvidé cómo jugar. Una bolsa con los calcetines de mi padre, que se debió dejar olvidados.

   En el trastero he encontrado mi pasado, aquél que no quería volver a ver; y sin embargo, echo de menos.