03 enero 2011

   Después de hacer la colada, madre e hija siempre repetían el mismo ritual. Llevaban el barreño a la ventana, la colgaban con cuidado: primero las sábanas, las toallas, luego sus prendas, y por último las del padre. En éstas se detenían. Era una extraña escena ver a ambas olfateando la ropa; por alguna razón este perfume les encantaba, les ponía de buen humor, les hacía reír.

  A la mujer le recordaba al campo, a madera, a tierra mojada cuando ha dejado de llover. A la niña simplemente le olía... a padre.

  Pasaron algunos años. El ritual de la colada se había olvidado, simplemente tendían la ropa. Al aspirar, solo se distinguía el olor a detergente y suavizante, mezclado con aroma a vacío, a soledad, a tristeza.

  Cuando la hija volviera a verle, siempre recordaría estos momentos. Pero no conseguiría captar su olor, por muy cerca que estuviese. Había desaparecido, como un campo arrasado, madera quemada, tierra abnegada.

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