16 abril 2011

María A. Murillo

Los prejuicios lingüísticos. Defensa de la individualidad
Jesús Tusón Valls
Octaedro. Barcelona, 2010
125 páginas. 9,80  euros

ENSAYO.  Mal de llengües es la edición original de la obra Los prejuicios lingüísticos, disponible también en lengua gallega (Mal de linguas). En esta ocasión ha sido traducida al castellano por el propio autor, para incitarnos a reflexionar sobre la convivencia lingüística. Jesús Tusón, Catedrático de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, defensor de la diversidad lingüística y enemigo del monolingüismo militante; nos presenta en esta obra una crítica sobre los prejuicios que rodean a las lenguas. Haciendo uso de su irónico humor, el lingüista nos guía en un paseo para contemplar las monomanías que han afectado a tantos hablantes, cegados por diferentes razones ante la belleza de la diversidad; personas que observan con recelo la riqueza lingüística, la pluralidad de la que podríamos disfrutar.

   Por el camino encontramos una especie de comparación entre los prejuicios que aquejan a las lenguas y los que nos han afectado a nosotros mismos durante toda nuestra historia; resultantes del miedo a la incertidumbre, de la desconfianza hacia lo diferente. Estos temores son los que han llevado a tantos hablantes a enarbolar su lengua materna como si de una bandera se tratase, alabando acérrimamente su superioridad sobre las demás, enumerando sus magníficas cualidades y razonando el por qué de su preeminencia. Dicha conducta se ve plasmada en una especie de "colonialismo lingüístico", con el afán de salvar de la barbarie o civilizar a los hablantes de lenguas minoritarias; imponiéndoles una de las lenguas predominantes. El hombre, en su imperiosa necesidad de dominar, requiere también el sacrificio de las lenguas débiles en favor del Estado, con la consecuente desaparición de la individualidad. La visión negativa de la multiplicidad lingüística evoca al relato bíblico de la Torre de Babel, cuando Dios castigó a la humanidad confundiendo su lengua -entonces única-, de modo que no pudieran entenderse entre ellos.

   Tusón reivindica el aprecio por las variadas formas de habla, el "reino libre de las diferencias", sin distinguir a las personas por la forma en que estas utilizan el lenguaje -siempre dentro de la corrección, claro-, en un mundo donde prevalece lo mayoritario, lo comercial; considerando como lengua únicamente a aquella que posee muchos hablantes, una escritura, una literatura y una codificación determinadas. Se considera lengua, entonces, "la que es oficial en un estado"; quedando los dialectos relegados, como si de un estorbo se tratase. Para el autor, los prejuicios lingüísticos son una "desviación de la racionalidad, que, casi siempre, toma la forma de un juicio de valor o bien sobre una lengua (...) o bien sobre los hablantes de una lengua". Juan Carlos Moreno Cabrera y Tusón llegan a conclusiones similares sobre los prejuicios lingüísticos, agrupándose estos en diferentes clases: prejuicios sobre la comparación entre las lenguas antiguas -especialmente el latín- y las actuales, prejuicios procedentes del nivel de dificultad y el aprendizaje de una lengua (el chino es muy difícil de aprender), prejuicios sobre la aspereza o suavidad de la misma (el alemán es fuerte, el francés suave), prejuicios derivados del número de hablantes, prejuicios sobre la cultura que rodea a esa lengua, prejuicios provenientes de la riqueza -o pobreza- léxica y su capacidad para expresar diferentes ideas (el navajo no sirve para hablar sobre energía nuclear), incluso prejuicios originados por la literatura con la que cuenta cada lengua.

   Los prejuicios lingüísticos es una voz clamando tolerancia e igualdad, empujándonos a derribar fronteras que la desconfianza a lo desconocido levantó entre las personas; separadas tan solo por barreras meramente geográficas, no por los obstáculos que insistimos en poner entre nosotros.

04 abril 2011

   Por la mañana se levantó sin nada que decir. Desayunó en silencio, su gato no maulló pidiéndole comida. Tras calzarse los zapatos, bajó a la calle en ascensor; ningún comentario sobre el tiempo. Fue caminando hasta el trabajo, los taxistas no pudieron hablarle sobre el partido del día anterior, ni si quiera sobre la crisis.

   Ya en la oficina, tan solo escuchaba el sonido de su índice sobre el teclado, que pulsaba una y otra vez la barra espaciadora; pues las letras ya no existían para él. Al final de la jornada, imprimió su taco de hojas en blanco y se fue.

   Nadie se despidió del hombre que vivía como si aún no hubiera muerto.