27 enero 2011

 El momento que más disfruta Laura no es cuando lee un libro en su sillón favorito, y la luz se cuela por la ventana haciendo franjas amarillas sobre las páginas. Ni cuando uno de sus dos gatos se frota por sus tobillos para después posarse sobre sus rodillas, con ojos suplicantes, pidiendo más y más caricias. Ni cuando compra el pan recién horneado, le quita el pico, aún caliente y lo mastica con los ojos cerrados. Ni si quiera cuando siente un escalofrío al meterse por la noche en la ducha, después de un largo día, y se deshace de cualquier pensamiento durante unos minutos.

 El momento que más disfruta Laura es cuando al llegar a casa, después de comer, se acurruca en la cama, envuelta en una manta. Da una vuelta o dos sobre sí misma, deja que el sol de mediodía le caliente los dedos de las manos, observa la habitación a través de su despeinado flequillo, y se estira. Alarga los brazos primero, arquea la espalda y finalmente retuerce los pies, con la fugaz sensación de que en ese instante, todo parece ser como debería ser.




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