13 septiembre 2011


    Las emociones perdidas siempre vuelven a nuestra mente como las más intensas.
    Se van dejando socabones en las tiernas almas, que tratan en vano de desecharlas como otro cualquiera de los miles de recuerdos desaparecidos por el desagüe del olvido. Esperando el sosiego, nos cargamos con un nuevo cúmulo de sentimientos que calmen nuestro insaciable afán por sentir más y más fuerte; para terminar desbordados por tantas alegrías y tantas desgracias, mil risas y mil llantos, la abrumante melancolía por lo que un día tuvimos y el irresistible anhelo de lo que nunca hemos poseído.
    No es fácil saber qué me atormenta tras estos años en el mundo; después de esta vida, rápida e intensa como una carrera, como el sexo a escondidas, como el último trago de una copa de alcohol, dentro de este cuerpo que cada día me cuesta más reconocer como mío. Todo lo que digo parecen tópicos, pero ya no queda nada original que decir. Intenté sorprender con mis palabras a cada mujer que tuve, para encontrarme en su mirada la rutina del vivir entre promesas falsas, adornadas una y otra vez con lazos usados. Traté de inventar una personalidad nueva y diferente, pero terminé siendo uno más entre miles de millones.
    Tan solo uno más. Un día fue muy fácil creer que mi vida sería mía. Elegir la camisa con la que saldría esa noche y la música que sonaría en la radio del coche me hacía sentir indestructible, atemporal; yo siempre sería yo mientras cantara Freddie Mercury y el acelerador rugiera bajo mi pie derecho. Las noches nunca acabarían, las chicas no dejarían de sonreírme, el depósito de mi coche estaría lleno de gasolina por muchos kilómetros que recorriera. Pero Freddie Mercury murió, las chicas dejaron de devolverme la mirada, y acabé harto de pagar gasolina sin más kilómetros que los que llevan del trabajo a mi casa.

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