23 febrero 2011

Y ni siquiera se han preguntado sus nombres.

  Para Eduardo, cada noche comienza con la visión de la misma espalda sin un rostro aún asignado, las mismas curvas desconocidas que se escapan al contacto de sus manos; para hacerle despertar en un suspiro de angustia, sustituido al segundo siguiente por la resignación que le trae la consciencia de un nuevo día.

  Se despierta siempre  a la misma hora; la justa para desayunar con calma, vestirse y leer el periódico del día anterior mientras va al trabajo en metro. Apenas nada cambia de lunes a viernes, quizá alguna sonrisa de más con la chica de la cafetería, una nueva tarea que cumplir, algún plato nuevo en el menú del mediodía; pero todo conserva su aire de monotonía hasta que comienza a oscurecer.

  Ansía este momento, cuando se llena de paseos nerviosos la habitación; un sudor frío le empapa manos y  frente mientras espera que llegue el sueño, para reencontrarse con Ella, por lo que sus ojos empiezan a perderse en el blanco del techo. Apaga la luz, procura acompasar su respiración ya tumbado sobre la cama; en estos años ha aprendido a caer rápidamente en las manos de Morfeo. Confía en que una noche pueda llegar a tocar la silueta que le atormenta desde años atrás.

  Cuando abre los ojos, sin abrirlos, allí está Ella, tumbada a su lado; de tal forma que solo puede ver su espalda desnuda, la piel tersa, pálida y con un único lunar en el hombro izquierdo, los omóplatos marcados en su yaciente postura. Sus costillas se hinchan casi imperceptiblemente por la respiración tranquila del sueño, su espesa melena se esparce por los cojines sobre los que reposa su cabeza y parte del torso; unos cojines que nunca ha visto, como el resto de la habitación en penumbra.

  Eduardo continúa allí sentado, tanto tiempo que se le antoja como una noche real; sin valor para moverse de la cama o tocarla, ni siquiera para decir una palabra. Pero las horas oníricas pasan lentamente; Ella nunca se mueve, y la visión desde el mismo ángulo le tortura hasta que toma siempre la misma decisión. Acerca la mano a su brazo, no sabe muy bien si para moverla y ver su cara, o simplemente para despertarla. Lo que si intuye llegado ese momento, es que será él quien abra los ojos; con la luz ya colándose por la persiana y la acostumbrada sensación de vacío, de pérdida por lo que cree tener al alcance de su mano y no consigue agarrar.

  Así que se levanta, desayuna con calma, se viste y lee el periódico del día anterior mientras va al trabajo en metro.

  Durante el breve descanso que se toma a media mañana, baja a comer algo. De nuevo la sonrisa de la chica de la cafetería. Esta vez está solo, ninguno de sus colegas le han acompañado. Ella sigue mirándole con sus ojos grandes y redondos, del mismo color cremoso que su pelo, sujeto en una coleta. Cremoso como el capuchino que él le pide. Se rozan sus manos cuando le devuelve el cambio, y la muda petición de su mirada le golpea. Él sin pensarlo, le propone cenar, esa misma noche; invitación al momento aceptada por la generosa sonrisa de la chica.

  Cuando se levanta de la mesa, observando en el plato las migas del cruasán y las últimas gotas de café, sigue preguntándose a sí mismo de dónde puede haber surgido aquel impulso, tan espontáneo que nunca antes se le había pasado por la cabeza. No le desagrada aquella  joven, bastante guapa; sin embargo nunca habían intercambiado más palabras de las necesarias dentro de la cafetería.

  Siente remordimientos al pensar que no es ésta la chica con quien debería pasar su tiempo, no es con quien quiere gastar la noche en que debería estar en su cuarto, esperándola a Ella. Le inquieta la idea de su llegada, convencido de que podría ocurrir en cualquier momento; por ejemplo, hoy.

  De camino a casa, se aprecia la incertidumbre en la mueca que su cara adopta conforme pasan los minutos. Se ducha nada más llegar, revolviéndose el pelo como solía hacer cuando era más joven; incluso se pasa unos minutos delante del armario, dudando qué ropa escoger. Se siente incómodo, oxidado, angustiado cuando piensa en los dos últimos años; acosado por una imagen que le obsesiona hasta tal punto, que ha descuidado todas sus relaciones personales. Cae en la cuenta de que desde la primera vez que tuvo el sueño, no ha estado con ninguna mujer. Apenas con sus amigos, con su familia solo por compromiso. Al principio le notaban lejano, después, completamente absorto cada vez que intentaban hablar con él. Finalmente llegó el distanciamiento, y si a Eduardo no le importó, tampoco a los demás.

   Ya vestido, espera sentado en la cama, preguntándose qué puede tener en común con la chica de la cafetería, de qué temas pueden hablar, a dónde llevarla a cenar. Seguidamente se arrepiente por haberla invitado, y vuelta a empezar. Cuando está a punto de desvestirse y meterse en la cama, suena la alarma del móvil. Son las siete, en media hora debe recogerla.

 Al bajar al garaje, sus manos comienzan a sudar, lo cual se acentúa cuando tiene el volante entre sus manos. Llega unos minutos antes de lo acordado; le sorprende que ella ya se encuentre allí, sentada en un banco leyendo, bastante concentrada. Eduardo sale del coche tras aparcarlo de mala manera, y se acerca a la chica, quien finge no percatarse de su presencia hasta que él se encuentra a su lado. Levanta la vista, cierra el libro rápidamente y lo guarda en el bolso, obsequiándole con su tan conocida sonrisa.

  Ella propone pasear un rato, él acepta, en parte por no contradecirla, y porque secretamente se alegra de volver a caminar por un parque a su libre albedrío; casi contento en ese momento por haber escapado de su rutina. Conversan tranquilamente sobre el trabajo, sobre la ciudad después, intercalándose largos silencios que no se vuelven incómodos. Cuando empieza a anochecer, ella comenta riendo que su estómago ha comenzado a rugir; así que Eduardo le propone ir a un italiano, mas ella prefiere un restaurante japonés que ya conoce.

  La noche discurre suave, agradable, en una charla fluida pero pausada que a él le hace sentir bien. Echa un vistazo a su reloj, son las once. La hora a la que siempre se acuesta para reencontrarse con Ella, la auténtica, la de su sueño. Se remueve en su silla, de pronto incómodo.

-¿Va todo bien?- Le pregunta la chica, enarcando una ceja.

-Sí, claro, es que se está haciendo tarde y...

-¿Tarde? Solo son las once... además es viernes y mañana no hay que trabajar, hombre.- Le interrumpe ella, divertida.

-Bueno, supongo que puedo quedarme un rato más.- Acepta él, para no parecer descortés. Pero quiere irse, y la joven lo nota en seguida. Le pide dulcemente que la lleve de vuelta  a casa. El viaje en coche termina en un absoluto silencio, perturbado por el tamborileo impaciente de sus dedos en el volante.

-Un último favor...- Casi suplica con la mirada baja.-¿Me acompañarías hasta el portal? Aquí las farolas llevan unos días sin encenderse, y la calle está muy oscura.

-Pues... claro, vamos. - Acepta serio, casi a regañadientes. Sus ganas de marcharse le apremian cada vez más, Ella podría estar justo ahora esperándole, y él sigue perdiendo el tiempo. Se baja del coche tras la joven, y la sigue hasta el portón de un edificio bastante viejo, pero bonito.

-Bueno, aquí es. Muchas gracias, eh... Vaya, ¿lo puedes creer? Aún no nos hemos dicho nuestros nombres. -Se sorprende la chica.

-No puede ser, ni se me había pasado por la cabeza. Me llamo...

  En ese instante enmudece ante la mirada de ella, que en la oscuridad de esa calle  a duras penas iluminada, se ha aproximado hasta él; casi rozándole pero sin llegar a hacerlo. Por primera vez en toda la noche la siente cerca, tan cerca que se le antoja irremediablemente lejos. Todas sus ansias por marcharse de allí se apaciguan por un instante, la oscuridad de la noche ya no le oprime, sino que le incita a continuar en ese portal. "Qué demonios" se dice " si no ha venido en dos años, no tendría por qué pasar hoy."

  Se besan. Segundos, minutos, quién sabe si horas que finalmente les llevan a la cama de la chica; buscándose en la penumbra de la habitación para despojarse mutuamente de la sensación de distancia que les había invadido.

  En algún momento ella se duerme. Eduardo se incorpora y la observa, tumbada a su lado; de tal forma que solo puede ver su espalda desnuda, la piel tersa, pálida y con un único lunar en el hombro izquierdo, los omóplatos marcados en su yaciente postura. Sus costillas se hinchan casi imperceptiblemente por la respiración tranquila del sueño, su espesa melena se esparce por los cojines sobre los que reposa su cabeza y parte del torso; unos cojines que nunca ha visto, como el resto de la habitación en penumbra.

  Todos sus músculos se contraen. Vuelve a tomar la decisión de siempre, la que sabe que le hará despertar y volver a su rutina. Aproxima la mano a su brazo, y se estremece cuando consigue tocar su piel. Aún durmiendo, la joven se gira sobre sí misma, de modo que Eduardo puede verle el rostro. Relajado, feliz. Real.



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