21 diciembre 2010

    Cuando vas en el autobús, un hombre observa tu mueca de fingida indiferencia, tu gris mirada, perdida en el reflejo del cristal; quién sabe si mirando al exterior, o escudriñando tu propio interior, aquél lleno de fallos, de tropiezos, de tristeza y de lamentos.


    El hombre se levanta y se acerca, extendiendo la palma de su mano abierta hacia ti. Por señas te indica que cojas lo que sostiene: es mudo. Sin pensarlo, alargas la mano y coges los dos caramelos que te ofrece. Entonces te sonríe. Y tú le devuelves la sonrisa. Le sonríes de verdad. Y no dejas de hacerlo hasta que te bajas del autobús y te despides con la mano de él.

    Si empezaras a apreciar todos los caramelos que la vida te ofrece a lo largo del día, esos fugaces pero dulces momentos -aquella mirada felina que tanto te gusta, o esa calmada voz a tempranas horas, o el rayo de sol que te calienta las manos mientras miras por la ventana- dejarías de temer al tiempo y su mal sabor de boca.

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