07 mayo 2012


    Me reía sin parar, me dolían las entrañas pero no podía dejar de descojonarme. Hasta llorar agua salada y caliente, hasta quedarme sin aire y sentir cómo se me encogían los pulmones, suplicando un atisbo de oxígeno, ahogándome en una piscina sin agua, sin toallas ni crema solar. El estómago se me contraía espasmódicamente, como un perro epiléptico que se retuerce en el suelo mientras babea la moqueta de sus dueños -El jodido chucho ya está ensuciándolo todo otra vez-.
    Así estaba yo, muerto de la risa sin una puta razón, sin sentido alguno, como todo lo demás. Qué te voy a contar, otro perdedor más. Justo como tú. Me importa una mierda si te ofendes, tengo razón. Puedes pegarme si quieres. Párteme la cara, dame una patada en los huevos, rómpete los nudillos en mi mandíbula, destroza una silla en mi espalda. No tengo nada que perder. Regalé mi vida a mil desconocidas, la compartí con otros cuantos capullos como yo, quemé el resto en ceniceros nocturnos. Y no me quedó nada.
    Como decía, me desternillaba, me retorcía, me partía el culo sin poder levantarme. Llegado ese punto no tenía ni puta idea de por qué me reía. Pero sí sé cómo empezó: ella me dijo que me quería...