30 enero 2011

La Voz (corregido)

¿Te acuerdas de esos días blancos y amarillos, cuando nada asfixiaba nuestra conciencia? La luz nos despertaba cada mañana, las canciones nos hacían reír y los finales de las películas llorar. Entonces el tiempo se estiraba como nuestros chicles de colores, siempre era el momento adecuado, dejábamos el después para después. Los temores se aplacaban con unas pocas palabras y jugábamos a ser dueños de nuestro destino. Creo que entonces era feliz. Digo creo, porque no consigo recordarlo bien; han pasado tantos años, que esas sensaciones se han difuminado, hasta un punto en que no puedo estar seguro de si fueron reales, o algo que sentí al ver una película.


 Esta mañana me he levantado temprano para desayunar en el bar de siempre. Mas yo no soy el mismo, algo ha cambiado. En la mesa del fondo me espera un viejo conocido, y al momento me alegro de poder hablar con alguien.


-Cuánto tiempo, ¿cómo te va?


-Como siempre, ¿y a ti?- Responde, encogiéndose de hombros.


-Poca cosa...Ya sabes.- Nos quedamos en silencio unos minutos, en los que se acerca Sonia, la camarera, para traernos lo de siempre: un café con tostadas para mí, con churros para él. Se va, y nos deja de nuevo solos.


 -Oye, ¿puedo preguntarte algo?. Te va a parecer raro.- Le digo.


-Adelante.


-¿Cuál era tu ilusión?, ¿aún la conservas?


-¿Perdón?- Levanta las cejas. como si no me hubiera oído bien.


-Verás... yo quería hacer algo grande. Algo por lo que me apuntaran dedos cargados de admiración y ojos llenos de asombro; que me permitiera caminar con el pecho hinchado de orgullo. Pero se me olvidó qué era.


-Vaya. Lo siento.


-No pasa nada. Algunos días, cuando sale el sol y todo parece más tranquilo, consigo hacer callar la Voz, ¿sabes a lo que me refiero?. Esa que hace bajar la mirada ante los demás, incluso ante el espejo; la misma que hace enmudecer cuando quieres hablar, que no deja de repetir la misma palabra: no, no, no, no. ¿No te pasa lo mismo?


-Mmm...creo que no.


-Bueno, pues en el momento en que calla, parece que estoy a punto de recordar; pero no vuelve. Ella, mi ilusión; dice que ya es tarde para mí, que no fui valiente y se me pasó el turno, así como las ganas. Quizá tiene razón.


- Ya.


- No se cuándo ocurrió, cuándo dejé de ser dueño de mi cuerpo, de mi mente, de mi vida. A menudo me siento como la carrocería de un coche; imagínatela, la de un vehículo cualquiera. ¿La ves?. Pues esa estructura de metal solo se puede mover si dentro hay un motor y debajo unas ruedas. Pero estas piezas son ajenas a ella, nunca la dejan decidir hacia dónde moverse.¿Acaso les importa? ¡No!. Si no me sigues, lo que quiero decir es que me he convertido en una simple cáscara arrastrada por todo lo que la rodea. Sí, soy bien consciente de ello, pero, ¿qué quieres que haga? ¿Acaso tú haces lo que un día deseaste? ¿No sientes vacío ese hueco que anhelábamos llenar? El mío parece incluso haberse agrandado…


-Vaya.- Veo en su cara la preocupación, cuando yo esperaba algo de condescendencia por su parte.


-Entiendo que te extrañes por lo que te digo. A mí también me pasaría. Mira, te voy a contar algo que me pasó ayer:


 « Iba andando por la calle, dando un paseo; ya sabes que se piensa mejor mientras caminas. Pues en ese momento me acordé de aquella frase que el profesor de filosofía citó hace tantos años: "la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo ".  Fíjate qué casualidad, había llegado hasta la casa en la que me crié: un pequeño piso interior, perdido en el laberinto de Madrid. Pues allí estaba, sin saber muy bien cómo había llegado. Fue muy extraño… hacía años que no pasaba por ese lugar; desde que mis padres murieron. Ojalá pudiera hablar con ellos, preguntarles todo lo que me gustaría saber. A los hijos nos gusta pensar que nuestros padres tienen todas las respuestas, ¿verdad?. Bueno, a lo que iba; cuando estaba a punto de darme la vuelta e irme, me fijé en un hombre que estaba sentado en el portal del edificio.


 Él me miró también. Era un indigente de ojos azules, la ropa gastada, sucia y oscura, el pelo rizado y negro, barba de varios días. Un violín descansaba en el suelo, a su lado. En la funda había unas pocas monedas, ninguna pasaba los veinte céntimos. Me acerqué y me senté a su lado; ya no tenía prisa.


“¿Le importaría tocar para mí?”  le pregunté.


“Claro que no, no tengo otra cosa que hacer.” dijo mostrando su triste sonrisa de vagabundo. Cogió el instrumento, y fue como ver a otra persona sentada a mi lado. No sé cómo explicarlo; su forma de sostener el violín, los sonidos que le arrancaba al frotar el arco, la expresión de su cara, sus movimientos. Sus ojos estaban ahora brillantes, sin rastro de cansancio. Sin embargo, pasados unos minutos, suspiró y lo dejó de nuevo en el suelo; volviendo a ser el mismo de antes. Sucio, fatigado y triste.


“Gracias.” Le dije. “¿Le importa si le invito a un bocadillo?”


“En absoluto.” Respondió.  “Es más, si pudiera, le invitaría yo a usted. Es la primera persona en mucho tiempo que me pide que toque.” señaló con un movimiento de cabeza las escasas monedas en la funda del violín.


 Recogió sus cosas y entramos en una cafetería cercana. Al pasar, la gente nos miraba con curiosidad, más a él que a mí. Nos sentamos al fondo y conversamos un poco, con lo que llegué a la conclusión de que su manera de hablar y su aspecto no concordaban. Al acabar el bocadillo y apurar la cerveza, miraba pensativo por la ventana; momento que aproveché para observarle detenidamente. En ese instante, volvió la vista hacia mí y me preguntó:


“¿Qué estaba buscando?”


“¿Cómo?”


“Sí, cuando le vi en la calle... ¿Qué es lo que buscaba?”


“Eso mismo me gustaría saber a mí.” Contesté con lo que supuse debía ser una sonrisa irónica.


“No me ha preguntado por qué estoy en la calle.”


“No me pareció oportuno.”


“Vamos, pregúntemelo. Creo que podemos permitirnos ser políticamente incorrectos. Además, me ha invitado a comer; lo único que puedo ofrecerle a cambio son palabras, a parte de mi música.”


“Está bien, entonces. ¿Por qué está en la calle?”


“Por mi ilusión.” Respondió sonriendo. “Ella me llevó hasta aquí.” Hizo una pausa. “Sí, por su expresión parece que sabe de lo que estoy hablando...”


No tan bien como me gustaría, la verdad.” le respondí.


“Entiendo. En fin, yo quería ser músico. Al menos lo pretendía. Cuando era un niño mis padres me pagaban las clases, creían que tener un hijo que supiera tocar el violín sería algo digno de alarde. Pero no consideraron que podría dedicarme a ello, querían hacer de mí un hombre “de provecho”: un abogado, un arquitecto; ya sabes. Pero no, una vez que tu ilusión te atrapa, no la evitas tan fácilmente. Yo mismo pagué mis estudios de música con lo que había ahorrado durante esos años. Pero pronto me quedé sin dinero y sin unos padres a los que acudir. Sí; no se tomaron demasiado bien que no siguiera sus recomendaciones. Después no tuve demasiada suerte, ni en la música ni en el resto de las cosas que hice. Desde entonces ha pasado mucho tiempo, pero ahí es donde comenzó todo.”


 Asentí, sin saber muy bien qué decir.


Gracias por la comida.” dijo levantándose. “Sólo una cosa más: no me arrepiento de haberlo intentado, aunque fracasara. Siga buscando.”  Y se fue.»


  He terminado mi relato. Durante un momento contemplo mi taza de café, la silla en frente de mí; ambas vacías.


-Lo has vuelto a hacer mal.- Dice la Voz. Pero esta vez no le haré caso, porque hoy he empezado a escucharme a mí mismo.


 Me levanto, dejando un billete sobre la mesa y dispuesto a salir del bar de siempre, para no volver más.







27 enero 2011

 Siluetas se dibujan en las paredes de nuestra vida, dejándonos ver lo que nos permiten ver, haciéndonos creer que en ella solo existen esos desdibujados contornos, oscuras figuras que, como en la Caverna de Platón, creemos reales, sin plantearnos si quiera mirar a nuestras espaldas. Hay más, mucho más de lo que estamos acostumbrados a percibir; en los detalles, pinceladas y colores de una pintura, en lo que muestra y oculta un texto, en las grietas de un antiguo monumento, en la cadencia de la canción que hemos escuchado cientos de veces, en el tono de una voz que nos acompaña día tras día, en los rasgos de un desconocido del metro.

 Sin embargo, ciegos, sordos y mudos permanecemos; sin apartar la mirada de anodinas sombras, soñando lo que la vida podría ser, y ya es.

 El momento que más disfruta Laura no es cuando lee un libro en su sillón favorito, y la luz se cuela por la ventana haciendo franjas amarillas sobre las páginas. Ni cuando uno de sus dos gatos se frota por sus tobillos para después posarse sobre sus rodillas, con ojos suplicantes, pidiendo más y más caricias. Ni cuando compra el pan recién horneado, le quita el pico, aún caliente y lo mastica con los ojos cerrados. Ni si quiera cuando siente un escalofrío al meterse por la noche en la ducha, después de un largo día, y se deshace de cualquier pensamiento durante unos minutos.

 El momento que más disfruta Laura es cuando al llegar a casa, después de comer, se acurruca en la cama, envuelta en una manta. Da una vuelta o dos sobre sí misma, deja que el sol de mediodía le caliente los dedos de las manos, observa la habitación a través de su despeinado flequillo, y se estira. Alarga los brazos primero, arquea la espalda y finalmente retuerce los pies, con la fugaz sensación de que en ese instante, todo parece ser como debería ser.




26 enero 2011

                                                             

 Lluvia y mujeres que han muerto. En este caso, no una muerte física, sino la desaparición de objetivos, de rumbo, de la misma vida, reflejada en este libro, "Arlington Park". El título viene dado por el nombre de un barrio residencial de tinte burgués donde se cruzan un grupo de mujeres de mediana edad, casadas y con niños; que se paran en un extraño y lluvioso día para observarse a sí mismas y a su entorno, contemplando impasibles su propia infelicidad, su impotencia, su apatía. Tan grises como el día en que se desarrolla la narración, solo se sienten seguras bajo el yugo de los convencionalismos, tratados aquí de forma muy británica.

 Se presentan distintos casos, pero en todos reside la inconformidad que nace de vivir en Arlington Park, unida a la incapacidad de tomar la decisión de cambiar. Surgen en ellas sentimientos que van desde la repentina violencia a la total pasividad, provocados por sus maridos, o sus hijos, o sus vecinos... finalmente por sí mismas y su miedo a los cambios, a lo diferente, a lo real. 

 Destacables son las minuciosas y subjetivas descripciones que realiza Rachel Cusk en cada capítulo, capaces de recrear la opresión y pesadez que se respira en esta ciudad ficticia. Posiblemente no muy lejana a otras tantas ciudades e historias reales.

 "Bajo la lluvia, aquellas calles destilaban el ambiente inamovible de los lugares muy antiguos. las grandes casas se alzaban impasibles en la oscuridad, semiocultas en medio de los árboles chorreantes. Entre ellas se dislumbraba una última panorámica de la ciudad, de sus eternas luces rojas y amarillas, sus engranajes pulsátiles, sus calles siempre abarrotadas de vida indiscriminada. Era una vista impresionante, pero nada tranquilizadora, porque resultaba demasiado implacable. La actividad incesante excluía toda sensación de calma, de interrupción, de pausa. La historia de la vida requería sus interrupciones y sus pausas, sus días y sus noches, porque de otro modo carecía de sentido. Pero al contemplar aquella vista, se tenía la sensación de que la vida carecía de significado, de que los días carecían de significado."   

23 enero 2011

Silvia

 Dicen que el amor mueve el mundo. En mi caso, siempre me han movido unos labios insinuantes, una mirada intensa, unas manos delicadas, las sugerentes curvas femeninas  -y sólo después- el amor. Son muchas las historias que podría contar, las mujeres de las que podría hablar. Recuerdo las que me rechazaron por mi descaro, y las que cayeron en mis brazos por la misma razón; las que engatusé con mis maneras de conquistador, mis calculadas palabras y encantadores modales. También las que me calaron al momento, y me despacharon con una sonrisa de desdén. Todas ellas formaron parte de mi vida, y aún lo siguen haciendo.


 Conservo muchos detalles; no tantos nombres, pues el paso del tiempo no perdona. La suavidad de la piel de Lucía cuando acaricié su mejilla, un atardecer en verano, el sonido del mar al fondo. El olor dulce del pelo de Susana, cierta noche, al acompañarla hasta su casa. La tersura de los muslos de Isabel, cuando tiraba coquetamente de mi chaqueta hacia sí. Las uñas de Carmen al clavarse en mí, alguna que otra tarde de invierno. Las curvas de la espalda de Laura al ponerse la camiseta. Los verdes ojos de Silvia.


  Los verdes ojos de Silvia. Aún siguen atormentándome, después de haber perdido la cuenta de los días sin verla. Ella fue de las pocas mujeres que me conocieron realmente, y supongo que por ello me rechazó. Ella es la única a la que, todavía hoy, en la soledad de mis últimos días, echo de menos.

19 enero 2011

   "Qué rápido se va el amor, qué veloz pasa la vida, qué breves los buenos momentos"  escribe Alba con el dedo en el sofá. Es una costumbre que tiene desde hace mucho tiempo, pero ahora hacerlo solo le produce una sensación de vacío. Meses atrás su hoja en blanco era la piel de Diego, donde escribía cada día un nuevo mensaje, siempre diferente. Mensajes de amor, de eternidad, de felicidad; que ahora se han trocado en invisible melancolía, plasmada por escrito en cada uno de los muebles, paredes y puertas de la casa en la que vivían juntos.

   "La primera vez que te vi" escribió una vez en su brazo izquierdo, "supe que siempre serías mío" continúa en el derecho, "como yo sería tuya." concluye en su pecho.

    Escritas con tinta, grabadas a fuego, o trazadas con un dedo, hay palabras que acaban desvaneciéndose...

16 enero 2011

-¿Qué es eso?, ¿qué suena?

-No es nada, el vecino. Estas paredes, que parecen de papel...

 Todos los días se puede oír cómo tararea el vecino del B; un hombre de unos treinta años, no muy alto, con la cabeza afeitada, y ojos marrón anaranjado. No conozco su nombre, todo lo que sé sobre él es que se va a las ocho en punto a trabajar, pero no siempre vuelve a la misma hora; a veces viene a comer, otras no. Cuando se mudó aquí, lo hizo junto a una chica. No recuerdo mucho sobre ella... también de pequeña estatura, pelo castaño. Los primeros días de aquel verano los pasaron en la terraza, observando las vistas de la montaña de las que entonces disfrutábamos. Comían en la terraza, hablaban en la terraza, se quedaban en silencio en la terraza.

  Meses después ella se fue. Desapareció el día que comenzaron los tarareos, colándose a través de la pared de mi salón. Una especie de cántico monótono, no realmente una canción; simplemente ruido que llena su -ahora silenciosa- casa. He visto otras chicas venir con él, pero siempre se van al acabar el fin de semana. A ellas no les enseña la terraza; ya ni siquiera se ve la montaña desde que empezaron las obras. Y en cuanto se van, sigue tarareando.

  Para tapar el silencio. Para llenar su vacío.
¿Por qué...?

¿Por qué sientes miedo sin oscuridad?
¿Por qué anhelas lo que un día te sobraba?
¿Por qué deseas aquello que no deberías?
¿Por qué sueñas con lo impensable?
¿Por qué nunca te basta con lo que posees?
¿Por qué no eres feliz?

Porque eres humano.

12 enero 2011

Ceguera

  La frescura en una mañana de enero, unos incipientes rayos de sol le calientan levemente la espalda mientras camina de camino a la estación. Observa con semblante serio el infinito -y en ese momento, despejado- azul que se extiende sobre su cabeza, sobre las cabezas de los demás, sobre todas las cabezas del mundo; y cree encontrar una respuesta. Pero, ¿cuál era la pregunta?. Siempre tiene cientos de ellas en mente, y la mayoría no obtienen contestación alguna.

  Se cruza con un conocido, bastante desconocido ya. "¿Por qué me ha mirado así?, ¿se acordará de mí?." No son éstas el tipo de preguntas que necesita, tan simples que cruzan su mente apenas por unos segundos. No, las preguntas que busca son aquéllas a las que nadie le ha podido contestar. Primero planteadas a  los demás cuando era un niño, más tarde a sí mismo; siempre idéntico resultado: el vacío.

  Cuando vuelve a mirar hacia arriba, la luz le ciega por un momento. Y en esa ceguera está lo que buscaba; encuentra que la forma de responder sus preguntas no es observar lo de fuera, sino mirar hacia dentro.

"¿Qué es felicidad?" Se pregunta. Y por fin sonríe.

  Felicidad en este momento fue caminar en la temprana mañana, tan lleno de dudas, y encontrar lo que necesitaba en sí mismo. Felicidad será, de ahora en adelante, lo que él quiera que sea.
  Una mirada. Dice más de lo que puede callar, aquello que siente la delata. Cuando sufre se marchita en lágrimas; si se cree feliz, la oscuridad más profunda aleja de un pestañeo. Se mantiene sincera aunque las palabras no lo hayan sido; y es que los ojos no saben mentir.

  Sin embargo, los tuyos sí saben cómo camuflarse. Nuestras miradas se enfrentarán, mas siempre saldré perdiendo; tú aprendiste a engañar, yo tan sólo a olvidar mentiras.

11 enero 2011

   Averiguo tu tono de voz cuando me haces preguntas sin respuesta, el brillo de tu mirada cuando me haces reír, la seguridad de tus labios al repetir lo que tantas veces has dicho sin palabras.

   Intuyo la fuerza en tus manos cuando a ti quieres acercarme, para que no me aleje jamás.

   Percibo tus ganas de mirarme, olerme, saborearme hasta estar de mí satisfecho.

   Esto es todo lo que sé sobre ti. Y nada más quiero conocer.

08 enero 2011

Diez años de mirarte sin mirar, de quererte sin deber, de odiarte sin poder.
Diez años de ausencias intercaladas, de reencuentros sin palabras.
Diez años en los que todo ha cambiado.
Tú.
Yo.

   Y sin embargo, si fuiste la razón por la que conocí el verdadero llanto; te consolaré cada vez que tus lágrimas te cieguen. Si por tus palabras llegué a perder el juicio, a ti te devolveré la cordura. Si tu mirada llegó a dejarme sola, tú siempre tendrás compañía. Y no será suficiente para compensar a tus oscuros ojos, todo lo que hasta ahora me han dado.

  Diez años más pueden pasar. Mentiras que olvidar, lágrimas por caer, sensaciones sin conocer...
  
  Pero el nosotros siempre permanecerá.

04 enero 2011

  Vivo como eterna novia de la tristeza, amante de la melancolía, añorando todo lo que tuve y se fue, esperando lo que nunca llegó.  Hundí en mi carne las cuchillas de afiladas lágrimas; marcada mi piel con infinitas heridas que desvelan mi identidad antes de que lo haga yo.

   Mudé el blanco velo de la esperanza, adopté el negro luto del crepúsculo en el que habito; reinando sobre    el trono de huesos de mis súbditos, aquellos que se inclinaron ante mí cediéndome sus efímeros recuerdos, sus quebradas sonrisas y sus vidriosos sentimientos. Yo su señora, yo su diosa, yo su verduga.

   Yo, dueña del tiempo.
Qué difícil parece a veces encontrar una razón.
Una razón para vivir.
Una razón para amar.
Una razón para ser feliz.
Y no te das cuenta de que éstas son en sí las únicas razones necesarias.

03 enero 2011

   Después de hacer la colada, madre e hija siempre repetían el mismo ritual. Llevaban el barreño a la ventana, la colgaban con cuidado: primero las sábanas, las toallas, luego sus prendas, y por último las del padre. En éstas se detenían. Era una extraña escena ver a ambas olfateando la ropa; por alguna razón este perfume les encantaba, les ponía de buen humor, les hacía reír.

  A la mujer le recordaba al campo, a madera, a tierra mojada cuando ha dejado de llover. A la niña simplemente le olía... a padre.

  Pasaron algunos años. El ritual de la colada se había olvidado, simplemente tendían la ropa. Al aspirar, solo se distinguía el olor a detergente y suavizante, mezclado con aroma a vacío, a soledad, a tristeza.

  Cuando la hija volviera a verle, siempre recordaría estos momentos. Pero no conseguiría captar su olor, por muy cerca que estuviese. Había desaparecido, como un campo arrasado, madera quemada, tierra abnegada.

02 enero 2011

   Esta mañana decidí limpiar un poco el trastero, pues llevaba años sin ser abierto. En realidad es solo un armarito encima de mi armario, pero siempre lo hemos llamado así. Claro que está lleno de trastos -quizá sea razón suficiente para recibir este nombre-; desde que llegamos, todo lo que dejábamos de usar, lo que no nos haría ya falta, iba a parar ahí. Al trastero.

  En él encontré un pequeño baúl con la ropa de mi madre: al fondo los vestidos que usaba cuando tenía mi edad, encima  los tacones que llevó a su boda, y por último un peto vaquero que solía llevar durante el embarazo. Un álbum con fotos en blanco y negro, que sin embargo reflejan todo el color de años pasados. Una caja con mis juguetes, esos con los que un día olvidé cómo jugar. Una bolsa con los calcetines de mi padre, que se debió dejar olvidados.

   En el trastero he encontrado mi pasado, aquél que no quería volver a ver; y sin embargo, echo de menos.